viernes, 5 de febrero de 2016

Una semana en el albergue municipal de indigentes de Madrid.

Este es uno de los primeros reportajes que hice como free-lance. Entonces lo pensaba como un ejercicio de observación participante, como los trabajos de periodistas admirados como Günter Wallraff, Pepe Rodríguez en la secta Moon o Upton Sinclair en “The Jungle”. Con el tiempo, sin embargo, me recuerda más a los "Mi cámara y yo" (telebasura camuflada de reportaje-denuncia), porque, a diferencia de los de los autores mencionados, en este nada se desvela que intencionadamente se quisiera ocultar. Sea como fuere, ahí está.
foto del patio del albergue municipal de San Isidro en Madrid Una semana en el albergue municipal de indigentes Ultimo los detalles de mi incursión. Me voy a pasar una semana en el albergue municipal de indigentes. ¿Por qué? No lo sé. Egoísmo. No soporto el asedio cotidiano de la mendicidad, sea consecuencia de la holganza o de los avatares adversos del destino. Cada día me cruzo con siete u ocho personas que me piden dinero. Y, como ciudadano de a pie, me encuentro saturado de tanto requerimiento de generosidad (cuando tampoco es que yo vaya sobrado). Sobre todo, asistiendo al presente pavoneo de triunfalismo económico. ¿La inflación está al 2,1 por ciento? Ah, bien. ¿El paro desciende vertiginosamente? Ah, de puta madre. ¿Y hacia dónde cojones miran los adalides del "españavabienismo" permitiendo que una buena parte de sus agraciados compatriotas malexistan a los albures de la inclemente indigencia? En algún sitio deben procurar "ocultarlos". Y el municipio sabrá, sin duda, algo de ello. Me calzo unos viejos pantalones de chándal, una camisa raída a la que faltan dos botones, unas zapatillas rotas y asumo definitivamente frente al espejo la barba que me he dejado crecer desordenadamente durante mes y medio. Listo. Para no deprimirme me bebo seis vasos de vino en el bar de la esquina. En marcha. Llego al albergue pasada la medianoche. Está en una calle oscura y solitaria, iluminada por farolas dispersas. Llamo dos veces al telefonillo. Y dos veces me responden que no hay cama. "Lo sentimos". Mientras tomo fuerzas para un tercer asalto, se abre la puerta del albergue. Sale un hombre grandote, que cojea. Es Alberto, un empleado. Despide a una pareja que se va en un coche aparcado en la puerta. "¿Hay cama?", me apresuro a preguntar. "Sí"(¡?)
Alberto me ofrece un vaso de leche, sábanas y una toalla. Me instala en una habitación con otros dos hombres. "Hasta mañana, buenas noches". "Buenas noches". Extiendo la lencería y me tumbo. La primera noche la paso en vela: mi vecino de la cama de enfrente ronca como una locomotora decimonónica. Pasan las horas. No pego ojo. Distraigo la mente con lo que puedo. A eso de las siete y media de la mañana el "terrorista" sonoro nocturno se levanta. Se embadurna de colonia y sale al cuarto de baño. Por fin me duermo. Pero sólo media hora. A las ocho, una megafonía estridente anuncia que es hora de levantarse, "DEJEN LAS CAMAS RECOGIDAS, HOY SE CAMBIARÁN LAS SÁBANAS EN LOS DORMITORIOS DE MUJERES, ES DÍA TAL DEL MES TAL". La voz cesa e irrumpe un disco de Camela a un volumen ensordecedor incompatible con cualquier resquicio de descanso. Luego sabré con quién comparto habitación: Julián, un hombre sereno y cuerdo (valor a tener en cuenta en este lugar), en tratamiento antidepresivo, que pocos días después abandonará el albergue; y Anselmo, el roncador incombustible, enfermo de sida, pasado carcelario y víctima de cuatro infartos de miocardio recientes, en los dos últimos meses, según dice. Esa misma tarde, a eso de las nueve, después de cenar, llego a la habitación y me siento sobre la cama. Anselmo, que ya está acostado, yergue la cabeza y me pregunta: "¿Qué, tienes miedo?".
Por la mañana voy ver al asistente social, según me ordenó Alberto. Para obtener el permiso de estancia, me adscribo al estatus de marginado circunstancial: "Ha habido una movida en mi piso,... se han empezado a dar de ostias...". "¿Estabas en un piso compartido?", inquiere la asistenta. "Sí...no tengo donde ir,..." Toma nota sucinta de mis datos, mis referentes familiares y mi andadura vital. "No tienes el perfil de lo que hay aquí. Ya verás cómo es esto: marginalidad pura", me adelanta. "Te voy a dar un pase de pernocta para quince días. Puedes dormir, desayunar y cenar. El resto del día tienes que estar fuera. Lo peor que podría hacerte es facilitar que te acomodaras a este sitio. A las nueve de la noche tienes que estar dentro. Si no, pierdes la plaza. Ah, y nada de peleas ni de consumir sustancias ilegales, ¿entendido? Si no, vas a la calle". Los asistentes sociales de este centro son todos mujeres. Cada mañana atienden a los que lo solicitan o a los que ellas juzgan preciso. En mi experiencia, y en la de los residentes cuerdos, su trato es muy bueno. Algo extensible a todos los empleados del centro, desde los vigilantes jurado, a los cocineros, pasando por las monjas que viven en el recinto y cuyos rezos y cánticos se escuchan todos los días, en un extremo del patio, a eso de las siete y media de la mañana. Imagino que debe de ser un trabajo muy vocacional, por lo "quemante" que se advierte. Ello no significa que a veces no se den abusos de poder. Como el de una asistenta que le abrió a uno la puerta del retrete a las ocho y media de la mañana y lo sorprendió en el íntimo acto de cagar... fumándose un cigarrillo. "Está prohibido fumar en los servicios. Como te vuelva a pillar te echo a la calle", lo reprendió. Alberto, el importunado, aduce que todo fumador se echa un pitillito cuando va al retrete. "Ya ves tú,... para mí que le dio morbo verme". A las nueve se sirve el desayuno. Los acogidos nos agolpamos en la puerta cinco minutos antes. Hay un comedor para minusválidos, otro para hombres y otro para mujeres. Aquí la mayoría come en silencio y rápido. Servir, servir, servir; tragar, tragar, tragar; y te vas. Las primeras veces me sorprendió. La comida es buena. Y siempre se puede repetir. El desayuno se compone invariablemente de café con leche, galletas, pan y mantequilla. Las comidas y las cenas son impredecibles, menos los miércoles, que siempre hay cocido. El cocinero, Miguel, es uno de los personajes más carismáticos del albergue. Siempre de buen talante, y siempre sabiendo cómo tratar a la gente. "Tiene mucha psicología", me comentan. Un consejo que me dan es que evite sentarme junto a alguien que esté muy loco, por si le da por tirar algún plato o reírse enajenadamente, con el peligro de que te eche toda la comida encima, como vi alguna vez. Pero son sucesos raros. También siento miedo a que me contagien alguna enfermedad. Puede que sea un miedo infundado, pero yo lo sufro, y no sé si la hepatitis B se puede transmitir por coger la misma jarra, si alguna pequeña erosión cutánea va a facilitar el acceso a mi torrente sanguíneo de virus del sida... Paranoias. Pero se me ocurre que deberían advertir en la primera entrevista de ingreso en el centro de cómo evitar posibles contagios. Nunca se sabe cuáles son las enfermedades del que tenemos al lado. Una tarde, estoy bebiendo agua de una botella, a morro, y un chico nuevo me pide un trago. Le preguntó si tiene sida. Me dice que sí. Le digo que entonces le dejo un poco de agua al final, cuando yo haya terminado de beber. "En casa comparto los cubiertos y todo con mi madre, y no pasa nada", me tranquiliza. "Pero haces bien". Por mi parte, le agradezco su sinceridad. En realidad, puede que el sida no se contagie porque beba de la misma botella de la que yo bebo; un cartelito informativo sobre las formas de transmisión del VIH que cuelga de una de las paredes de albergue así lo indica, pero uno siempre tiene sus reservas. Este mismo chico, delgado, muy amable, muy tranquilo, me comentó luego que estaba allí porque era esquizofrénico (y había tenido problemas con su padrastro). "¿Qué tipo de esquizofrenia?". "Paranoide. Oigo voces", contesta. "¿Qué te dicen las voces?". "Que con el nervio de dentro del cuerpo puedo adelgazar y quitarme la papada".
Salgo del albergue después de desayunar. Callejeo un poco y me encuentro, tumbado en un banco frente a una tienda de licores, al entrañable Don Carlos Gómez Bacardi, cubano, que dice tener ochenta años y ser nieto del fundador de la fábrica de Ron Bacardi. Suele estar siempre borracho (más de vino tetrabriquense que del aguardiente de su antecesor). Y, si puede, fumando sin parar. No le gusta el albergue. Ahora hace buen tiempo y muchos días se queda fuera, durmiendo en cualquier parte. La gente del barrio lo conoce. Le gusta hablar de que lo expulsaron de Cuba, "Castro". Combatió en la Guerra Civil española, "por la República". "Me quieren dar cuarenta mil pesetas por lo de la guerra. Pero yo no lo quiero. Es limosna, y no acepto limosna. Es 'vejamenosa'", me explica. Me cuesta imaginar que su destino postmortem pueda ser el de una fría y formoleada sala de anatomía de alguna facultad de medicina. Copas más tarde, accede a relatar profundidades inconfesables ¿o fabuladas? de su pasado. "Cuando me di cuenta de que el problema en esta vida era el dinero, chico, tomé una determinación: hacerlo: yo he sido falsificador de dinero en varios países americanos". (Lógica aplastante).
El tiempo se remansa en la mendicidad. Los días se hacen eternos. Es como si, además de pasarlo mal, hubiera que pasarlo mal más tiempo. Los días pasan con una lentitud burocrática, la burocracia del destino, que tramita las penurias con una falta de conmiseración rayana en el sadismo. No sé qué es peor, si pasar el día por ahí, sin hacer nada, sin dinero, o llegar a las ocho al albergue, cenar y luego sentirse encerrado, sin poder salir. Conversas con unos y otros, con los que se puede conversar, te refugias en la sala de televisión, donde la inflación de publicidad y lo poco de sustancia te irrita especialmente, o deambulas por el patio a la espera de que llegue algún conocido. A los pocos días de estancia se instala en mi subconsciente una consigna no por repetitiva e insidiosa menos urgente: matar el tiempo; fumigarlo, como a una plaga de tortugas; caballodeatilarlo, para que no vuelva a crecer, para que no genere pastos del olvido. Julián, mi compañero de cuarto, lleva seis meses en el centro y está punto de marcharse. "Muchos de los que están aquí piensan que esto es un chollo: cama y comida gratis", me comenta. "¿Y para ti?". "Para mí esto te destroza. Una persona normal nunca se puede adaptar a esto". "¿Por qué?". "Por la rutina, por los horarios, por el tiempo".
El albergue es lo que es: un "megamix" de la marginalidad, cruce estrafalario de hospital psiquiátrico, centro de desintoxicación de toxicómanos, centro de alcohólicos, hospital de enfermos de sida, centro para personas con minusvalías físicas, algo de geriátrico o pre-geriátrico y lugar de paso para infortunados accidentales. "Deberíamos estar separados", reflexiona uno perteneciente al último apartado. Es como un vertedero adonde van a parar los desechos humanos de un sistema económico y social que otros disfrutan. Unos de estos desechos se reciclan, reincorporándose más o menos servibles a "la máquina", y otros se acumulan en él, son sepultados, y entran en un proceso de putrefacción, más psíquica y emocional que física,... hasta el final. La comparación es inevitable: el albergue -colectivo humano, horarios, normas, trapicheos- tiene algo de cárcel. "Peor. Porque en la cárcel sabes porque estás dentro. Pero aquí yo no sé por qué estoy", puntualiza un magrebí que lleva cuatro años dentro, después de que un coche le destrozara las piernas. "Peor", matiza otro. "Porque aquí estás rodeado de locos, y, aunque entres cuerdo, acabas volviéndote loco". ************* Muy de vez en cuando surge alguna pelea en el patio, el corazón de este "pueblo sin alcalde", como lo llama uno. Noche de luna llena. Sindy, una transexual del dormitorio de mujeres, se pone a contar sus penas a grito pelao. Está así unos minutos hasta que viene Juan, un albergado carismático, que se lleva bien con todo el mundo y que colabora recogiendo las mesas después de las comidas. Cruzan unas palabras entre ellos y ¡zas!, Juan la tumba de una buena hostia. Llegan los vigilantes de seguridad. "Juan, a la calle, hoy duermes fuera". A la mañana siguiente, me lo encuentro fuera, sentado en la acera. "Qué tal?" "Bien". "¿Qué pasó?" "Nada, que le dije que bajara la voz, que le iban a llamar la atención. No me hizo caso, se lo repetí y le llamé ' maricón'. 'Maricón será tu padre', me contestó". ************* A falta o mengua de dinero, hay en esta galaxia, tan cercana, de la indigencia, un dios fungible y evanescente que corre de boca en boca, acapara ansiedades, genera conflictos, estrecha amistades y al que todos, prácticamente, rinden pleitesía. Es el dios Tabaco. "¿Me das un cigarrillo?" es, sin lugar a competencias, la frase más escuchada en este albergue. Y devolver el cigarrillo otrora recibido constituye el acto que barema la legalidad de las personas. Hay amigos que, para evitar enemistarse por causa de esta divinidad suscriben un pacto de "no agresión": "entre nosotros, nunca nos vamos a pedir ni a dar cigarrillos". Así se evitan los problemas. Pedro, encofrador, albañil circunstancial, a la espera de cobrar los dos meses de paro que le quedan para sacar, primero, su coche de la grúa y, luego, retornar al ruedo laboral, se ha quedado sin pelas así, sin previo aviso, y no quiere que su madre, de setenta años, se entere de su circunstancia. En su condición de nuevo pobre no se atreve a pedir dinero en la calle. Pero tabaco... "Me pongo en la estación de tren y cuando veo que alguien está fumando, le pido un cigarrillo. Cuando tengo seis o siete, me voy. Me da mucha vergüenza. Pero a todo se hace uno en esta vida". ************* Aquí no se discute, no se indagan porqués. Se sufre con resignación. Se acepta sin cuestionamiento. Y punto. Pero este acatamiento tácito de la circunstancia no exime de la vergüenza que provoca la condición de indigente, el enfrentarse a las miradas fugaces de conmiseración y lástima de la gente con que te cruzas en la calle. Incluso en algunos empleados del centro se deja traslucir esa compas del centro se deja traslucir esa compasión.
La autoestima, mientras tanto, se recluye mortecina en el subsuelo. Son muchos los que ocultan su situación, como Roberto, que evita que sus hijos se enteren de dónde vive. "Cuando salga, iré a verlos". Emilio, programador-analista infirmático, cuarenta y tantos, padre de dos hijos que viven con su ex-mujer, lo corta tajantemente. "A mí no me da vergüenza. Que lo sepan. Que vengan a verme. ¿Quién tiene la culpa de que estemos aquí? ¿Tú tienes la culpa de estar aquí? ¿Yo tengo la culpa de estar aquí? No. Somos errores de la Historia". A primeros de mes, los ánimos están más subidos. Se suceden los atracones de alcohol, de tabaco, de tranquilizantes,... Ha llegado el dinero. ¿Qué dinero? Aquí casi todo el mundo cobra un salario, bien el ingreso de integración, bien la pensión no contributiva. Ambos de igual cuantía, algo más de cuarenta mil pesetas. Pero cuarenta mil pesetas libres de necesidades básicas. La pregunta del albergue por antonomasia, "¿tienes un cigarrillo?", es relegada unos días de la cabeza del ránking por "¿tienes cambio?". Cambio para las máquinas de refrescos, café, zumo y tabaco que hay dentro. Ninguna de ellas admite monedas de 500 pesetas porque, según cuentan, algunos espabilados las falsificaban y extraían no sólo el producto sino también las vueltas. Alguno no comprende por qué los precios de estas máquinas son más altos en el centro de acogida que en la comisaría, "cuando se supone que si estamos aquí es porque no tenemos dinero". ************* "Nunca dejes nada de valor en la habitación", me aconsejan. Nunca. Lo llevo todo siempre conmigo, en una bolsa medio rota. En dos días se han sucedido los robos. De cosas nimias. Antonio, el "trompetero", está indignado. Le ha desaparecido la documentación. Va por todo el patio proclamando su enfado. "¿A quién le pueden interesar mis papeles?" Antonio es un septagenario gitano yugoslavo, vividor, de orgullo sano y alguna copa de más de vez en cuando, que se ha pasado la vida exhibiendo películas de cine por los pueblos de España y ahora se gana el pan tocando la trompeta en cualquier plaza, con gran éxito de público. Prefiere comer fuera. "Hoy he comido en un restaurante con mi novia", presume. Antonio sospecha que el hurto de sus papeles es obra de un muchacho negro. "Como lo pille lo rajo con la navaja", se sulfura. "Tranquilo", lo calma otro. "No acuses a nadie sin tener pruebas". "Muchos de los que están aquí han pasado por el talego y se piensa que todavía está en él", comenta Luis, un ex-toxicómano en la última fase de rehabilitación. Luis parece Spielberg, con su barba, sus gafas y una gorrita de Reebok de la que nunca se separa. Está esperando a que le den plaza en un piso tutelado para terminar de una vez por todas con sus drogodependencias. Ahora toma metadona y tranquilizantes. Al principio iba a estar en el albergue dos semanas. Lleva ya dos meses. "Y eso que tengo enchufe", confiesa. Cuatro días más tarde, veo que su gorra ha cambiado de logotipo. "Tío, me han mangado la gorra. Me jode porque era un regalo de mi piba". ************* Algunos inquilinos son extranjeros. Les trae al pairo la ley de extranjería. Quieren volverse a su país. "Aquí no hay trabajo", argumenta Emmanuel, polaco. Está esperando que le den una documentación. En cuanto la reciba, se vuelve. "A dedo". Sin pelas. "Ojalá me coja un camionero: tabaco, putas, ja, ja, ja", ríe anticipando el viaje, que calcula que durará una semana. Emmanuel es corpulento. Trabaja habitualmente como portero de discoteca o de locales porno. "Prefiero los porno, ja, ja, ja". Es de trato agradable, especialmente con algunos de aquellos con los que no habla nadie. Siempre los apoya. "Está loca, pero no es estúpida", dice de una mujer que siempre va con su radiocassette en la mano. "En Polonia tampoco hay trabajo", lamenta. "Me voy a ir a Nueva York, con mi hermano". Ha llamado a sus padres para que le envíen dinero para el regreso a su país. "Me han dicho que no; que si quiero dinero, que trabaje. Y me parece bien". Días después de salir del albergue, me lo encuentro por la calle. "¿Y el viaje a dedo?". "Nada. Me tiré dos días en la autovía y no me cogió nadie". Entre las mujeres de fuera, hay quienes vienen de muy lejos. Vera es de Senegal. Alta, delgada y triste. En su país era secretaria. Vino a España por "bisnes" (negocios). Pero le salió mal. Está esperando con resignada paciencia que la asistenta social le procure el billete de vuelta. Los colores vivos de su atuendo contrastan con la expresión de su rostro, trastornada de puro cariacontecida. Mary es compatriota de Vera. Duerme también aquí, pero trabaja en una peluquería alisando cabellos afro, amén de aceptar dádivas irrisorias por fugaces consentimientos sexuales. Mary lo tiene claro: Vera ha sido víctima del mal de ojo. "En Africa", me cuenta, "mucha gente practica la magia negra. Hacen que te vuelvas loca o que te mueras". "¿Por qué se lo han hecho a ella?" "No lo sé, tal vez por envidia. Vera ha venido a Europa y la hija del brujo, no, por ejemplo". Mary combate la perniciosa envidia de sus paisanos leyendo todos los días la Biblia. Lleva siempre consigo un Nuevo Testamento. "Rezando, nunca he tenido problemas de magia negra", asegura. Y exhibe una sonrisa de veinteañera reciente francamente irresistible. ************* La asistenta social me tiene prohibido permanecer en el albergue después de las diez de la mañana, pero no es difícil salir y a continuación colarse. Me cuelo. Pasada una hora, quedan sólo los acogidos recalcitrantes. Los que ya ni salen. Hay un taller de actividades y una biblioteca, pero pocos se enteran y casi nadie los utiliza. Me siento en un banco del patio. Me acomodo. Me aburro. Me escribo una carta: "Hola, me remito estas líneas para, cuando vuelva a casa, recordarme ahora, postrado bajo la rutina y el tedio, inmoladoras ruedas del no tener hogar. Sentado en este banco del patio, me siento hoy como un muerto. Hora a hora, la inmovilidad me atenaza cada vez más. Pienso sólo en el momento de la comida. De vez en cuando, miro a mis convecinos de los bancos de al lado. Igualmente estáticos. Igualmente mudos. Muchos llevan así años, amarrados de por vida a estos asientos, duramente blandos, por cadenas invisibles de sopor, mortíferas como el más puro veneno. Nada que hacer, nada que decir. Silencio y parálisis cavan una tumba cuyas vertientes vislumbro a pocos pasos de mí. Lejos de sobresaltarme, su fondo se me figura un colchón ideal para albergar mi letargia. Como si todo hubiera terminado. Mucho más tiempo aquí y a buen seguro me convertiría en un auténtico muerto viviente, en un zombi." (No aguanto más) Posdata: recientemente he recibido noticias de Luis y de Pedro, dos albergados. Luis ha obtenido ya, por fin, una plaza en un piso tutelado, donde espera desengancharse definitivamente de la metadona; Pedro ha recuperado su coche, cobrado su segundo mes de paro, abandonado el albergue y acometido con renovado denuedo su asalto al escarpado mercado de trabajo. En cuanto a mí... mejor no hablemos. Los nombres y procedencias reales de los acogidos mencionados en este artículo han sido modificados para salvaguardar sus identidades.
BUBÚ

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